Narran los Evangelios que, cierto día, andando por los caminos de la región, le buscaron a Jesús diez leprosos.
Portadores del estigma que los mantenía lejos del hogar, de las ciudades, de la convivencia con los hombres, imploraron la piedad del Maestro de Nazaret.
Jesús se los orientó para que fuesen mostrarse a los sacerdotes. Ocurrió que, mientras caminaban, se dieran cuenta de que estaban limpios.
Estaban curados. Por eso, Jesús les remetiera a los sacerdotes. Para que tuviesen sus nombres nuevamente registrados en el libro de los vivos.
Felices, nueve de ellos corrieron de regreso a los brazos de sus amores, de sus quehaceres, de sus hogares, hasta quién sabe para las locuras de la vida.
Uno, entretanto, ha vuelto. Regresó para agradecerle al Maestro por la dádiva de la cura. Uno solamente.
El hecho es verdadero y tanto en la actualidad, como en aquella época, son pocos los corazones que cultivan la gratitud.
Gratitud es una virtud que debe de ser cultivada como a una flor.
Cuando niños, nos enseñan a siempre agradecer lo que recibimos: un regalo, un juguete, un chocolate, un caramelo.
Extrañamente, en la medida en que crecemos físicamente, abandonamos esa sana manera de reconocimiento.
Hay tantas formas de se manifestar gratitud. Por ejemplo, después de leer un buen libro, podríamos escribir al autor, diciéndole cuánto se nos hicieron bien sus palabras escritas.
Cómo nos es bueno aquél conocimiento que nos fue repasado, gracias a su investigación. Cuanto nos prendió la atención la novela, la historia, los ejemplos citados.
Podemos expresar gratitud escribiendo cartas de agradecimiento a personas que hicieron algo de bueno por nosotros o para otras personas.
Cuántos de nosotros tuvimos la infancia agraciada por una vecina gentil que, esciente de las dificultades en nuestra casa, providenciaba que nos llegase lo que era considerado superfluo, pero tan necesario para los pequeños: el chocolate, la tarta, el paseo.
¿Recordamos, alguna vez, ya adultos, de le enderezar una tarjeta por su cumpleaños, Navidad, Año Nuevo?
Una tarjeta que le recuerde cuánto le somos gratos por aquellas pequeñas cosas que hicieron nuestra felicidad de pequeños.
¿Cuántos de nosotros tuvimos la ventura de cursar escuelas privadas, cursos de perfeccionamiento porque alguien, amigo, pariente, colega nos extendió los recursos necesarios?
¿Cuántas veces ya ejercemos la gratitud, expresándola con un mimo, con una visita especial?
¿Cuántos tomamos del teléfono para decir muchas gracias por existieres, gracias por ser mi amigo, gracias por el libro que me lo prestaste, por las horas que pasaste conmigo?
Gracias por la ropa que me la diste, por tenerme llevado a paseo, por tener providenciado el viaje que tanto me lo deseaba, por las innumeras veces que me llevaste en días de frío y lluvia.
Gracias al médico por prescribir la correcta medicación que nos devolvió la salud.
Gracias al conductor del autobús que nos lleva, al conserje que nos abre la puerta, a la asistenta que nos trae el café.
Gracias, muchas gracias.
Se afirma que el hombre ideal es aquel que le gusta prestar favores. Y nada espera en cambio.
Sí. Los hombres buenos son así. Sirven y sirven. Y crecen con eso.
Si deseamos crecer y ser felices, nos compete cultivar la gratitud.
Agradecer a la ternura de alguien, la confianza depositada, la amistad externada.
Cuando la gratitud domina los sentimientos de la criatura, la vida adquiere belleza y felicidad.
¡Pruébalo!
Redacción del Momento Espírita.
En 06.02.2008.