Son muchas las almas que andan solas por la Tierra. Corazones que después de una larga convivencia amorosa con su cónyuge, lo vieron partir rumbo a la espiritualidad.
En los primeros días, la añoranza hiere dolorosamente. Pasan los días y la persona intenta recomponerse.
Renueva sus hábitos, establece una nueva rutina de vida. En fin, ahora está sola.
Antes, cuando llegaba del trabajo, sabía que un cafecito lo esperaba. La esposa, siempre atenta, sabía de todos sus horarios y deseos.
Antes, los domingos eran llenos de alegrías. Salían los dos a pasear, pues los hijos ya eran adultos y casados.
Andaban por el parque, iban a un restaurante, al templo, al cine, al teatro.
El retorno a la casa era siempre un momento de unión. Del perfume de la presencia amada.
Ahora, todo está vacío. Parece que hasta los muebles perdieron el significado.
La silla era importante porque allí se sentaba el amado. La cama se hacia confortable porque él estaba allí a su lado.
Todo tenía un significado especial. Ahora todo está frío.
Las horas se arrastran y no hay mucha diferencia entre los días de la semana, los días festivos, la hora de dormir, de comer.
Entonces, un corazón afectuoso se acerca. Deposita flores en la ventana del corazón herido.
Tiene una conversación agradable. También está solo y sabe lo que es eso. Se esmera en ofrecer el hombro para llorar la soledad, la mano para calentar el sentimiento.
Poco a poco, un sentimiento empieza a brotar y madurar. Las dos almas ansían por estar juntas.
Desean compartir aquellos momentos de amparo mutuo, momentos en que se sienten felices, protegidos.
Es casi un retorno al ayer, sin embargo no existe la sustitución del sentimiento.
Es una nueva perspectiva en la vida. Un amanecer. Un reinicio.
Florecen las esperanzas, la sonrisa vuelve a adornar el rostro, las arrugas de la tristeza ceden espacio.
La pareja se prepara para vivir juntos. Casarse.
En ese momento, los hijos del uno y del otro se rebelan.
¡Nadie sustituirá nuestra madre!
¡Nadie ocupará el puesto de nuestro padre!
¿Y quien dijo que alguien ocupa el puesto de alguien?
Es otra persona, otro modo de vivir.
Son hijos egoístas los que se creen con el derecho de impedir que el padre o la madre tengan una nueva oportunidad de vivir con alegría.
Después de todo, en las noches solitarias ¿están ellos con el viejo padre o se encuentran de viaje con su propia esposa e hijos?
Cuando las lágrimas brotan abundantes por la ausencia tan sentida ¿ellos están cerca para hacerle compañía?
¿Todos los días? ¿Todas las horas?
Antes de concertar sus salidas al show, al paseo, a las vacaciones ¿ellos se acuerdan de preguntar si al padre o a la madre le gustaría acompañarlos?
¿O incluso si hay lugar para él o para ella?
Si, ellos visitan al padre o a la madre el domingo por la mañana, en las noches de sábado, telefonean, meriendan juntos una u otra vez.
¿Creen que eso es suficiente para quien vive solo, después de años de unión matrimonial?
¿Qué derecho tienen de exigir la soledad, en nombre a una pretensa fidelidad al que partió?
Acaso, cuando ellos decidieron casarse, salir del hogar, alcanzar victorias en su carrera, ¿sus padres los impidieron?
¿No se quedaron felices con su felicidad?
¿Qué derecho tienen ahora los hijos de impedir que sus padres viudos se casen buscando sentirse mejores?
Quien ama no aprisiona, no coloca obstáculos a la felicidad del otro.
Seguramente, aquel que partió está bendiciendo el alma generosa que se acerca para auxiliar el amor que se quedó en la Tierra.
Meditemos acerca de todo eso y cambiemos nuestra manera de pensar, de actuar con nuestros padres queridos, maduros, mayores, viejitos.
Dejémoslos vivir. Dejémoslos disfrutar otra vez la felicidad conyugal.
En seguida veremos la risa volver al rostro, la alegría de vivir moverse en las venas, en fin, todo volver a ser motivo de vida.
¡Pensemos en eso!
Redacción del Momento Espírita.
17.12.2007.