Cuéntase que un hombre, deseando alcanzar la santidad, se alejó de la convivencia con las demás personas aislándose en una cueva.
Su único alimento consistía en raíces, avellanas y un poco de pan que eventualmente algunos campesinos le donaban.
Pasaba todo el día orando y leyendo las Sagradas Escrituras. A cada hora durante la noche se levantaba para orar.
Pasados algunos años, rogó a Dios:
Señor, muéstrame a alguien que haya alcanzado mayor santificación que yo. Así, podré mejorar mi propia vida.
Atendiendo a su plegaria, el Señor le envió un Mensajero Espiritual quien le dijo:
Mañana ve a la ciudad y en el mercado encontrarás un payaso. ¡Él es el hombre que buscas!
El ermitaño se quedó un poco decepcionado, pues creía que no existiera nadie mejor que él.
Pero hizo lo que se le había dicho. En la plaza pública vio un payaso que tocaba música, entonaba una canción y en seguida hacía unos trucos de magia. Después, circulaba con un sombrero para recoger las monedas.
Terminada la presentación el ermitaño, con disgusto, le invitó a un rincón de la plaza y le preguntó qué hacía él de bueno, qué oraciones y penitencias había hecho para ser amado por Dios.
La sonrisa desapareció de la boca del payaso y él le dijo:
Hombre, no me pongas en ridículo. No me acuerdo haber hecho alguna caridad. Todo lo que sé es tocar mi flauta, reír y cantar a cambio de algunas monedas.
Pero el que se consideraba santo insistió. Sin embargo, el bufón no se acordaba de nada bueno que hubiera hecho.
Finalmente, el ermitaño le preguntó si él siempre había sido un vagabundo. Entonces, el payaso dijo:
En realidad, no. Hace algunos años recibí una gran herencia tras la muerte de mi padre.
Tomé el dinero y andando por el camino vi a una mujer cansada y llorando. Parecía haber sido perseguida por enemigos feroces.
Me acerqué a ella y delante de mis indagaciones dijo que sus hijos y su marido habían sido llevados como esclavos como pago de una deuda.
Y ella también sería llevada como esclava, como pago final.Por supuesto que le di todo el dinero para que ella comprase su libertad y la de su familia.
Eso explica mi pobreza. No hubo ningún mérito. Cualquiera habría hecho lo mismo. Es una actitud tan banal que hasta me olvidé de ella.
El ermitaño entendió, entonces, por qué Dios consideraba a aquel hombre mejor que él.
Aprendió que él fue un egoísta alejándose de los hombres, ya que hay muchas maneras de servir a Dios.
Algunos LO sirven en los caminos, ayudando a desconocidos en necesidad o desesperación. Otros viven en sus hogares trabajando, educando a sus hijos, perseverando alegres y gentiles.
Otros más, soportan con paciencia el dolor. En fin, son infinitas las maneras de servir a la Divinidad y alcanzar la perfección, son tantas y diversas que solamente el Padre Celestial las ve y conoce.
* * *
El servidor del Cristo debe permitir que brille su luz, renunciando a si mismo y dedicándose a su prójimo.
Quien sirve verdaderamente no busca recompensa ni agradecimientos. No se preocupa de la ingratitud.
Sirve con alegría y honor de servir.
Redacción del Momento Espírita, con base en el texto “Santidade Verdadeira”
de “O livro das virtudes”, v. II, de William J. Bennett, ed. Nova Fronteira, Brasil.