Joven
e idealista, ella partió de su tierra natal,
Suiza, para ayudar a reconstruir Polonia después
de la Segunda guerra mundial.
Asentó
ladrillos, colocó tejados, levantó paredes.
Hasta el día que un hombre se cortó la pierna y
descubrieron que tenía dotes para la medicina. Así,
junto a dos voluntarias, con nociones de medicina
básica, fue a servir en un improvisado puesto médico.
Una
noche, en que sus compañeras se habían
desplazado para atender a varias personas en otra
localidad, se quedó sola, tomó su manta, se
enrolló y se acostó bajo la luz de las estrellas.
“Nada
habrá de despertarme hoy. Estoy muerta de
cansancio.”
Pero,
poco después de la medianoche el llanto de un niño
la despertó. Pensó que estaba soñando y no abrió
los ojos. El llanto llegó una vez más hasta sus
oídos.
Un
poco dormida aún, oyó una voz de mujer:
“Discúlpeme
despertarla, pero mi hijo está enfermo. Usted
tiene que salvarlo”
Bastó
una rápida mirada al chico de tres años para
descubrir que estaba afectado por el tifus.
Explicó
a la mujer que no había ningún remedio en el
puesto. Lo único que podía ofrecerle era una
taza de té. La mujer clavó sus ojos en ella, con
aquella mirada que sólo las madres en desespero
poseen: “Tiene que salvar a mi hijo. Durante la
guerra, en los campos de concentración murieron
doce de mis hijos y este nació allá. No puede
morirse. No ahora que lo peor ya pasó.”
Elisabeth
tomó una decisión. Si aquella mujer había
caminado tantos kilómetros para llegar hasta allí,
si vio una docena de sus hijos morir en la guerra
y aún tenía ánimo para rogar por la vida del único
afecto que le restaba, ella merecía cualquier
sacrificio.
Tomó
el niño en su falda, y con la madre caminaron
treinta kilómetros, hasta encontrar un hospital.
Después de mucha insistencia consiguió que el
chico fuese internado. Pero había una condición:
solamente después de 3 semanas, ellas podrían
volver para saber noticias. Al fin de cuentas, el
hospital estaba lleno y los médicos atiborrados
de tareas.
Elisabeth
volvió a las actividades de su puesto médico y
tuvo tanto trabajo en las semanas siguientes que
se olvidó del chico.
Una
mañana, al despertar, encontró al lado de su
manta, un pañuelo lleno de tierra. Lo abrió y
vio junto con la tierra un billete: “Para la Pani
doctora, de la señora W., cuyo último de los
trece hijos usted salvó, un poco de tierra
bendita de Polonia.”
El
chico estaba vivo.
Una
grande sonrisa se reflejó en el rostro cansado de
Elisabeth.
Y
ella comprendió lo que había sucedido. La mujer
había caminado más de treinta kilómetros hasta
el hospital para recoger a su hijo vivo.
Desde
Lublín, lo llevó hasta el pueblo donde vivía.
Tomó un puñado de tierra de su suelo y volvió a
caminar mucho para dejar, quieta, sin perturbar a
nadie, en el silencio nocturno, su regalo de
gratitud.
Elisabeth Kübler-Ross guardó el pequeño paquete de tierra que se convirtió en el regalo más valioso que recibió.
***
La
gratitud es un perfume envasado en el frasco del
alma. Las criaturas lo dejan exhalar en forma
sutil, envolviendo a los que le son gratos en un
aura de bien estar.
Naturalmente
nadie realiza el bien esperando agradecimiento,
pero cuando la gratitud se manifiesta es como la
brisa, que con su presencia, bendice la tarde
tibia. Rehace
corazones y aumenta la disposición para nuevas
realizaciones a favor del prójimo.
(Equipo
de Redacción de Momento Espirita, basado en el
libro “La Rueda de la Vida”, de Elisabeth Kübler-Ross,
M.D, Cap. 9)