Un joven caminaba por la calle cuando encontró un hombre caído. Inexperto, pero con un buen corazón, cogió un taxi con el hombre y partieron rumbo al hospital.
Llegando al destino, se dio cuenta de que no tenía el dinero para pagar el taxi. El chofer le pregunta: ¿Quién es este hombre que usted está trayendo al hospital?
No sé, respondió el joven. Lo encontré caído en la calle y pensé en ayudarlo.
Bueno, respondió el profesional, si usted puede ayudar a alguien que no conoce, yo también puedo. El costo del recorrido es por mi cuenta.
El hombre, aun inconsciente, fue puesto en una camilla. Pero, ahí empezaron los problemas. El joven no sabía su nombre, su dirección ni tampoco si tenía un plan de salud. Nada.
Por fin, dijo a la recepcionista: Yo no miré sus bolsillos. Solo pensé en ayudarlo.
Bueno, si él no es tu pariente, no es conocido tuyo, ¿quién se responsabilizará por los costos de la atención médica necesaria?
No sé, habló el joven. Yo no tengo recursos. Solo sé que él necesita atención médica. No puede quedarse así tirado, sin que nadie lo ayude.
El tema era sencillo, según la recepcionista. El joven debería depositar un monto en garantía y el restante podría ser acordado más tarde.
Mientras intentaba explicar que él no tenía el dinero, y casi suplicando para que el enfermo fuera socorrido, un médico adentró al hospital.
Hable con él, dijo la joven. Es el director. Si él autoriza…
Y así fue. Poniéndose al tanto de lo que estaba ocurriendo, el médico, de inmediato, adoptó medidas para que el hombre fuera ingresado, en el hospital, para la atención correspondiente.
A continuación, pidió al joven que fuera a su oficina.
Al adentrarse, él se encantó con un cuadro, en tamaño natural, de una señora bellísima, con unos ojos muy expresivos.
¿Quién es? – preguntó.
El director, tomando asiento, comentó: Es mi madre. Era una mujer pobre. Lavando y planchando ropas, me ayudó para que yo me titulara médico. Ella ya falleció. Pero, logró su propósito: me diplomé en Medicina y como puedes ver, hoy soy el Director General de este gran hospital.
Quien lo podría suponer. El hijo de una lavandera. Pero, esa mujer maravillosa no solamente logró que yo me diplomara. Ella me dio lecciones de sabiduría y de vida. En el día en que me titulé, ella me aconsejó: “Hijo, haz todo el bien que puedas. Aprovecha tu saber, como médico, para salvar vidas.”
Por eso, mi querido joven, quien llega a ese hospital es socorrido, como el hombre que trajiste de la calle. Después, veremos si él tiene o no el dinero para los gastos.
En memoria a mi madre, esa mujer excepcional, que tanto trabajó para que yo me hiciera médico, jamás dejaré que alguien se muera a las puertas de mi hospital.
Yo asisto y siempre asistiré, de la mejor manera posible, al que pueda o no pagar. No podría dejar de cumplir un ruego de mi madre.
Toda madre es una educadora.
Algunas, entregan lecciones para el día a día de sus hijos. Les enseñan a portarse bien, los envían a la escuela, los alimentan.
Otras, y esas son las madres extraordinarias, renuncian a todo por el bien de sus hijos.
Transmiten lecciones para la vida imperecedera. No piensan solamente en el bienestar físico de sus hijos. Van más lejos. Trabajan y establecen enseñanzas para la vida del Espíritu.
Ellas desean que sus hijos sean felices ahora, en el presente, en la Tierra; y más tarde, en el Más allá, cuando salgan del cuerpo físico.
Esas madres… esas madres son realmente extraordinarias.
Redacción del Momento Espírita, con base en hecho real ocurrido con Divaldo Pereira Franco, en su juventud.