Cuando el dolor llega a nuestra puerta y llena nuestra vida de tinieblas, generalmente nos desesperamos o nos entregamos al llanto.
Sin ánimo, miramos a nuestro alrededor y envidiamos a los felices del mundo: aquellos que poseen riquezas, salud o familia perfectas y que aparentemente no tienen preocupaciones.
En esas horas de pruebas, nos lamentamos y lloramos. Raras veces aprovechamos la ocasión para meditar y aprender buenas lecciones.
Muchas veces, aquí en la Tierra, las preocupaciones de la vida material nos oscurecen la lucidez.
Nos quedamos tan afligidos con lo que vamos comer o beber que nos olvidamos de que tenemos Dios, un Padre amoroso que nos cuida a todos.
Cree: nadie está olvidado por este Padre amoroso y bueno, que permite que nazca el sol sobre los buenos y los malos, que hace caer la lluvia sobre los justos e injustos.
Muchas veces nos preguntamos: ¿Por qué pasa eso conmigo? La pregunta debería ser distinta: ¿Para qué ocurre eso conmigo?
Si, toda y cualquier experiencia – sufrida o feliz – nos trae un aprendizaje importante. Son momentos que enriquecen nuestra alma.
Dios no juega con nuestras vidas. Y, si Él permite que se nos ocurran determinados hechos, es porque hay un objetivo útil e importante para nosotros.
Haga una retrospectiva: observe los momentos difíciles de su vida, ellos trajeron algo de nuevo, un aprendizaje especial. Cada lágrima agregó sabiduría, experiencia, una nueva manera de ver la vida.
La enfermedad, por ejemplo, nos enseña a valorar la salud, a cuidar mejor del cuerpo. La pobreza nos revela la importancia del trabajo y del esfuerzo personal. Los familiares difíciles nos ofrecen la lección de la tolerancia.
Al fin, las pruebas nos enseñan a ser más sensibles delante del sufrimiento ajeno. Esas lecciones, cuando interiorizadas, se quedan para siempre.
La verdad es que las dificultades son advertencias que se nos presenta la vida, alertas acerca de nuestras actitudes hacia el prójimo.
Si algo de malo nos ocurre, vale la pena preguntarse: ¿qué es lo que puedo aprender con eso? ¿Cómo puedo mejorar a partir de este suceso?
Pero, ¡atención!: nada de eso significa que debemos cultivar el dolor. ¡Eso no! El bien sufrir no significa cultivar el sufrimiento, ser conformista o agravar el dolor que padecemos.
El bien sufrir significa enfrentar las dificultades con fe y coraje, alimentar la esperanza enfrentando las situaciones con serenidad.
Entonces, busque soluciones, luche por su felicidad. Pero, haga todo eso con tranquilidad.
Cuando caigan sobre ti las dificultades de la vida, no te entregues a la rebeldía destructiva. En silencio, haz una oración y busca descubrir el aprendizaje oculto que la situación difícil te presenta.
Cree: por más difícil que sea la experiencia, los frutos del aprendizaje jamás se perderán, y ellos nos tornarán más sabios y generosos.
Por eso, siempre que las lágrimas visiten tu frente, yerga los ojos para los cielos y agradece.
En tus plegarias, pide a Dios la fuerza necesaria para superar el momento difícil y la inspiración para encontrar las soluciones.
Y Dios, que nos ama tanto, no dejará de atendernos, según nuestras necesidades espirituales.
Y cuando termine el momento difícil, te sentirás mejor al verificar que no te has entregado al desespero.
Generalmente, la solución está cerca. Cuando estamos trastornados por el miedo o el desespero, es más difícil solucionar el problema. Con calma, siempre podremos ver la luz al final del túnel.
¡Piensa en eso!
Redacción del Momento Espírita.
Traducción: Vera Regina de Sousa, Miguel Angel Gill y Lincoln Barros de Sousa