Momento Espírita
Curitiba, 04 de Maio de 2024
busca   
no título  |  no texto   
ícone A quién hablaré de mi tristeza...

Cuando amaneció, vi el cielo gris. No sé si era realmente el cielo, anunciando lluvia, o si era mi alma con gafas oscuras.

No oí el canto de los pájaros. Tampoco puedo decir si realmente habían enmudecido o si mis oídos se habían cerrado a cualquier sonido que pudiera despertarlos.

Abrí la ventana, pero las puertas de mi corazón permanecieron cerradas. Persianas bajadas, nada que dejara entrar un rayo de luz.

Un inmenso escenario de tristeza. Desde hacía algún tiempo, ella había empezado a rondar mi casa íntima.

A hurtadillas, llamó a la puerta y la dejé entrar. Pensé que se iría pronto, tras una breve visita. Me equivoqué.

Decidió quedarse. Se instaló.

Así lo hizo porque le ofrecí un cojín de terciopelo para reclinarse en el carísimo sofá de mis sentimientos.

Desde las primeras horas de su llegada, la traté como a una huésped ilustre. Le serví todo lo mejor que había guardado dentro de mí.

En el cáliz de la emoción, ella sorbió el elixir de mi encanto por la vida. Se lo bebió todo hasta que no quedó casi nada.

En una copa de cristal, se deleitó con los frutos de mi alegría, maduros, dulces. Incluso se sirvió del jarabe cremoso de las sonrisas, mezclado con las risas espontáneas de los días vividos.

Y la dejé que se quedara. Finalmente, empecé a alimentarla con los condimentos amargos de mi pena, de la química de los dolores, de los contratiempos, todo servido en los platos de porcelana del alma otrora feliz.

Entonces deseé que alguien supiera de la presencia de esa huésped, que se había vuelto incómoda, indeseada.

Quería que alguien me diera la fórmula para liberarme de ella.

Busqué a amigos y conocidos y les hablé de ella.

Se sorprendieron de que yo, tan valiente y siempre bien dispuesto, pudiera manifestarme así.

No comprendieron mi llamado, ni el dolor que parecía ahogarme por dentro.

Dejé que las lágrimas espontáneas brotaran de mis ojos, como cascadas.

Sentí que se me apretaba el corazón, recordando tantos abrazos de felicidad de tiempos anteriores. Ahora, más que nunca, necesitaba de compasión, de un regazo.

Pensé en cuántos, en la misma situación, habrán pensado que nada más valía la pena y habrán desistido de la vida.

Pero yo no quería rendirme. Nunca abandonaría la vida antes que lo determine la Ley Divina.

La disfrutaría hasta mi último aliento.

Miré hacia lo Alto, como en busca de la Divinidad que parecía que yo había alijado de mi alma. Y pedí: Ayúdame.

Recordé al Galileo que se presentaba como el Buen Pastor, el que cuida de Sus ovejas.

Aquél que busca la oveja perdida, aunque ella se encuentre entre las espinas de la culpa, del desamor o de la desesperanza.

Oré, pronunciando palabras que ni siquiera recuerdo. Simplemente salían de mi corazón a través de mi boca.

Entonces, el cielo se tiñó de colores, la sinfonía de los pájaros llenó el aire. Abrí los ojos y los oídos, quité las cortinas de mi corazón.

Eso era lo que yo necesitaba: cambiar el plano mental. Unir mi alma con lo Superior. Impregnarme de luz.

Abrí los brazos. Abracé la vida y mi voz cantó:

¡Buenos días, vida! Aquí estoy para otro bendito día de experiencias.

Redacción del Momento Espírita
El 27.2.2023.

© Copyright - Momento Espírita - 2024 - Todos os direitos reservados - No ar desde 28/03/1998