Momento Espírita
Curitiba, 25 de Abril de 2024
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ícone Saber morir

Morir. De ese destino, ningún ser humano se escapará. Sin embargo, ¡cómo tememos ese momento! Con qué dolor la mayoría de nosotros piensa en el momento de la muerte.

Es que nos han enseñado a temer a la muerte. Ella nos es presentada como sinónimo de lágrimas, momento de tiniebla, la separación definitiva de los seres amados.

Abismo y tristeza. Aprendemos que la muerte se viste de luto y misterios, niebla y añoranza.

Pero hay que prepararse para la llegada de la hora final. Después de todo, cada día se reduce nuestra estancia en la Tierra.

Desde que nacemos, cada respiración señala la disminución de nuestro tiempo en el planeta.

Debido al ritmo de la vida material que nos envuelve, casi sin darnos cuenta dejamos de lado el recuerdo de que caminamos un paso más hacia la muerte.

El final es sólo del cuerpo físico, puesto que el alma - la esencia de lo que somos – existirá por siempre. Los siglos pasarán, pero nosotros... nosotros sobreviviremos.

En ese largo camino que es la vida, aprenderemos mucho. Otros amores, familiares, lugares y situaciones van a enriquecer nuestra experiencia.

Y muchos otros cuerpos servirán de instrumento para nuestro aprendizaje.

Por eso, nada de demasiado apego al cuerpo. Él es importantísimo, pero es una herramienta de trabajo. En él tenemos sólo un auxiliar para nuestra educación.

Con la ayuda de ese cuerpo, vivimos en la Tierra, construimos una familia y nos relacionamos con otros seres humanos. Él es esencial para la vida en sociedad, que perfecciona nuestro Espíritu.

Es que en el contacto con otras personas tenemos la oportunidad de ejercitar la paciencia, la tolerancia, la solidaridad y la ética.

En fin, poner en práctica los gestos y situaciones que son manifestaciones puras de amor.

¿Y no es este el objetivo mayor de nuestra vida: descubrir, ejercitar y vivir el amor?

No hay nada que temer en la muerte cuando la vida está plena de amor, cuando los días son perfumados por la bondad, cuando la conciencia es recta y el deber está cumplido.

Quien vive así – de corazón tranquilo y sembrando alegrías – aguarda que la vida cumpla con su ciclo natural.

Para éste, la hora de la muerte es serena. Se le abrirán los portales de un mundo nuevo, lleno de descubrimientos: la Casa del Padre Celestial.

Un hombre de bien muere como alguien que descansa después de un día de trabajo bien hecho. No tiene apego a nada, porque sabe que debe devolver a Dios todo lo que recibió.

La renovación es la regla general de la naturaleza. Cuando llega la muerte es la hora de  devolver al mundo el cuerpo frágil, que se mezclará con las aguas y la tierra.

Será consumido, alimentará microorganismos. Otros seres vivirán a partir de entonces.

Y el hombre que utilizó aquel cuerpo estará lejos: abrirá los brazos hacia el infinito. Sus ojos contemplarán las estrellas, luces, colores y formas nunca soñados.

Seguirá con el corazón en fiesta. Preparado para nuevas experiencias, dispuesto a aprender y  a amar.

El poeta Rabindranath Tagore, Premio Nobel de Literatura, escribió acerca de su propia muerte:

Es hora de partir, hermanos y  hermanas míos.

Ya he devuelto las llaves de mi puerta

Y renuncio a cualquier derecho a mi casa.

Fuimos  vecinos durante mucho tiempo

Y recibí  más de lo que pude dar.

Ahora el día va rayando

Y la lámpara que iluminaba mi rincón oscuro se apagó.

Llegó la citación y estoy listo para mi jornada.

No me pregunten lo que llevo conmigo:

Sigo con las manos vacías y el corazón confiado.

 

Redacción del Momento Espírita.
En 24.6.2014.

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