Momento Espírita
Curitiba, 20 de Abril de 2024
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ícone Heroísmo maternal

        Fue en diciembre de 1944 que todo empezó. Camiones llegaron al campo de concentración de Bergen-Belsen y desembarcaron 54 niños. El mayor tenía 14 años y había muchos bebecitos.

        En el alojamiento de las mujeres, Luba Gercak dormía. Despertó a su vecina de litera y le preguntó: ¿Estás escuchando? Es llanto de niños.

        La otra le dijo que volviera a dormirse. Ella debía estar soñando. Todos conocían la historia de Luba. Aún adolescente se casó con un carpintero y tuvieron un hijo, Isaac.

        Cuando llegó la guerra, los nazis le arrancaron de los brazos el hijo de tres años y lo pusieron en un camión, junto con otros niños y ancianos.

        Todos inútiles para el trabajo y, por lo tanto, con un destino cierto: la cámara de gas.

        Un poco más tarde, ella pudo ver otro camión arrastrando el cuerpo, sin vida, del marido.

        En el primer momento, había desistido de vivir. Después la fe le visitó el alma y Luba vislumbró que Dios esperaba mucho más de ella. Entonces, pasó a ser voluntaria en las  enfermerías.

        Ahora, Luba oía el llanto de niños. ¿Quiénes serían?

        Abrió la puerta del alojamiento y vio niños, niñas, bebecitos apiñados, llorando en medio del campo. Separados de sus padres, se encontraban desorientados y tenían hambre y frío.

        Luba los trajo hacia dentro. Las otras ocupantes del infecto alojamiento protestaron, pero ella las reprendió, diciendo:

        ¿Ustedes no son madres? ¿Si fueran sus hijos, dejarían  que muriesen de frío? Ellos son hijos de alguien.

        La verdad es que sus compañeras temían la furia de los soldados de la SS.

        Luba agradeció a Dios por haberle enviado aquellos niños. Su hijo había muerto, pero ella haría de todo para que esos niños viviesen.

        Fue hasta el oficial de la SS en el campamento y le contó lo que había hecho. Apoyó la mano en su brazo y le suplicó.

        Él se dio cuenta que lo había tocado, y eso era prohibido, le aplicó entonces una bofetada en pleno rostro, haciéndola caer.

        Ella se levantó y con los labios ensangrentados dijo: Soy una madre. Perdí a mi hijo en Auschwitz. Usted tiene edad para ser abuelo. ¿Por qué habrá de querer usted maltratar a niños y a bebés?

        Quédese con ellos,  fue la seca respuesta del oficial.

        Pero quedarse con ellos no era suficiente. Era necesario alimentarlos. En los días siguientes, todas las mañanas, ella iba al depósito, a la cocina, a la panadería, implorando, mendigando e incluso robando alimentos.

        Los niños se quedaban en la ventana y cuando la veían llegar decían entre ellos: Ahí viene la hermana Luba. ¡Ella  nos trae la comida!

        De noche, les cantaba canciones de cuna y los abrazaba. Era la madre que les faltaba. Los niños, que hablaban en holandés, no entendían las palabras de Luba, que era polaca, pero comprendían su amor.

        El 15 de abril de 1945, los tanques británicos entraron en el campo, victoriosos y en seis idiomas pasaron a rugir los altoparlantes: ¡Están libres! ¡Están libres!

        Luba había conseguido salvar a 52 de los 54 niños que adoptó como hijos de su corazón.

* * *

        En abril de 1995, 50 años después de la liberación, cerca de 30 hombres y mujeres se reunieron en la Alcaldía de Ámsterdam  para homenajear a aquella mujer.

        Recibió, en el nombre de la Reina Beatriz, la Medalla de Plata por Servicios Humanitarios.

        Sin embargo, declaró que su mejor recompensa era estar con sus hijos que, con el apoyo de Dios, había conseguido salvar de la sombra de los campos de muerte.

        Por eso, jamás pensemos que somos muy pequeños para luchar por las grandes causas o que estamos solos. Quien lucha por la justicia tiene un insuperable aliado que se llama Dios, nuestro Padre.

Redacción del Momento Espírita, con base en el artículo
Una heroína en el infierno, publicado en la revista
Selecciones del Reader’s Digest, marzo 99.

En 30.06.2008.

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