Momento Espírita
Curitiba, 25 de Abril de 2024
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ícone Perfume de gratitud

Joven e idealista, ella partió de su tierra natal, Suiza, para ayudar a reconstruir Polonia después de la Segunda guerra mundial.

Asentó ladrillos, colocó tejados, levantó paredes. Hasta el día que un hombre se cortó la pierna y descubrieron que tenía dotes para la medicina. Así, junto a dos voluntarias, con nociones de medicina básica, fue a servir en un improvisado puesto médico.

Una noche, en que sus compañeras se habían desplazado para atender a varias personas en otra localidad, se quedó sola, tomó su manta, se enrolló y se acostó bajo la luz de las estrellas.

“Nada habrá de despertarme hoy. Estoy muerta de cansancio.”

Pero, poco después de la medianoche el llanto de un niño la despertó. Pensó que estaba soñando y no abrió los ojos. El llanto llegó una vez más hasta sus oídos.

Un poco dormida aún, oyó una voz de mujer:

 “Discúlpeme despertarla, pero mi hijo está enfermo. Usted tiene que salvarlo”

Bastó una rápida mirada al chico de tres años para descubrir que estaba afectado por el tifus.

 Explicó a la mujer que no había ningún remedio en el puesto. Lo único que podía ofrecerle era una taza de té. La mujer clavó sus ojos en ella, con aquella mirada que sólo las madres en desespero poseen: “Tiene que salvar a mi hijo. Durante la guerra, en los campos de concentración murieron doce de mis hijos y este nació allá. No puede morirse. No ahora que lo peor ya pasó.”

Elisabeth tomó una decisión. Si aquella mujer había caminado tantos kilómetros para llegar hasta allí, si vio una docena de sus hijos morir en la guerra y aún tenía ánimo para rogar por la vida del único afecto que le restaba, ella merecía cualquier sacrificio.

 Tomó el niño en su falda, y con la madre caminaron treinta kilómetros, hasta encontrar un hospital. Después de mucha insistencia consiguió que el chico fuese internado. Pero había una condición: solamente después de 3 semanas, ellas podrían volver para saber noticias. Al fin de cuentas, el hospital estaba lleno y los médicos atiborrados de tareas.

Elisabeth volvió a las actividades de su puesto médico y tuvo tanto trabajo en las semanas siguientes que se olvidó del chico.

Una mañana, al despertar, encontró al lado de su manta, un pañuelo lleno de tierra. Lo abrió y vio junto con la tierra un billete: “Para la Pani doctora, de la señora W., cuyo último de los trece hijos usted salvó, un poco de tierra bendita de Polonia.”

El chico estaba vivo.

Una grande sonrisa se reflejó en el rostro cansado de Elisabeth.

Y ella comprendió lo que había sucedido. La mujer había caminado más de treinta kilómetros hasta el hospital para recoger a su hijo vivo.

Desde Lublín, lo llevó hasta el pueblo donde vivía. Tomó un puñado de tierra de su suelo y volvió a caminar mucho para dejar, quieta, sin perturbar a nadie, en el silencio nocturno, su regalo de gratitud.

Elisabeth Kübler-Ross guardó el pequeño paquete de tierra que se convirtió en el regalo más valioso que recibió.

***

La gratitud es un perfume envasado en el frasco del alma. Las criaturas lo dejan exhalar en forma sutil, envolviendo a los que le son gratos en un aura de bien estar. 

Naturalmente nadie realiza el bien esperando agradecimiento, pero cuando la gratitud se manifiesta es como la brisa, que con su presencia, bendice la tarde tibia.  Rehace corazones y aumenta la disposición para nuevas realizaciones a favor del prójimo. 

(Equipo de Redacción de Momento Espirita, basado en el libro “La Rueda de la Vida”, de Elisabeth Kübler-Ross, M.D, Cap. 9)

 

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