No hay nadie que visite las Cataratas del
Iguazú y que no se ponga
extasiado delante de la imponencia del espectáculo de las
aguas y de las
cascadas.
Son 275 cascadas de agua de altura superior a 70
metros, a lo largo de más
de dos kilómetros del Río Iguazú.
La palabra Iguazu,
del idioma
guaraní, deriva de la
“y” -
“agua, río” y
“guasu”
- “grande.”
Eso quiere decir agua grande o río de
grandes aguas.
A la par con la exuberancia del paisaje, sea en
las épocas de abundancia o
de escasez, el baile incesante de las aguas cantantes no cansa a los
ojos.
Hay siempre un detalle más a ser
observado.
Las aves, que hacen sus nidos entre las rocas,
entrando y saliendo a través
de la cortina de agua;
la fuerza de las aguas que vierten, mezcladas de
barro, en la
época de lluvias, alzando una nube de
blanco impecable;
las gotas que se entrechocan al final de la
caída, corriendo ágiles para
vencer el lecho del río, luciendo bajo los besos del sol,
como un cristal
líquido.
Hay quienes lo miran y se aquietan. Otros sacan
fotos para enseñar a los
amigos.
“¡Nadie va a creer en
algo tan increíble como esta cascada de agua!” – dicen algunos, contemplando la
garganta del río, en forma de una “u”
al revés, con
La famosa Garganta del
Diablo.
Hay quienes se complacen mojándose con
las nubes de agua formadas por las
cascadas. Y registran el momento fotografiándose.
Otros, viven la emoción de la leyenda
de la creación de las cataratas.
Una leyenda tupí-guaraní nos
cuenta que, hace mucho tiempo, el Río Iguazú
vertía libre, en corrientes mansas y sin cascadas.
En sus márgenes vivían los
indios Caigangues, que adoraban al
dios-serpiente, hijo de Tupá.
El cacique de la tribu tenía una hija
muy hermosa que se llamaba Naipi.
Ella debería ser consagrada al culto de la divinidad, de la
gran serpiente.
Tarobá, un joven guerrero, se
enamoró de Naipi. En el día de la
consagración de la joven, la pareja huyó en una
barca por el río.
Furiosa con los fugitivos, la gran serpiente se
adentró por la tierra y se
contorsionó produciendo desmoronamientos en el lecho del
río, formando los
abismos de las cataratas.
Arrollados por las aguas, la pareja se
cayó de una gran altura.
Entonces, Tarobá se
transformó en una palmera en la orilla del abismo; y
Naipi se transformó en una piedra junto a la gran cascada,
siendo
constantemente golpeada por las fuerzas de las aguas.
Vigilados por el dios-serpiente, ellos
allí permanecen.
Tarobá condenado a contemplar eternamente a su amada sin
poder tocarla.
La leyenda es apasionante y arrebatadora. Los
enamorados la aprecian y se
encantan, buscando ubicar la palmera y la piedra.
En verdad, aquel que se detenga a
observar la majestuosidad del conjunto de las cataratas, cascadas,
corrientes y
la vegetación exuberante no puede dejar de pensar en la
grandiosidad de Dios.
Dios, el escultor incansable que, con Su voluntad,
tajó las rocas en el
transcurso del tiempo.
Dios, que creó la abundancia de las
aguas y les dio sonoridad, de tal forma
que aquel que escucha su caída
constante, puede percibir un mantra
o un canto gregoriano… y mecer la propia alma.
Mientras aun no habíamos despertado
como hombres, señores de nuestra razón,
Dios esparcía las semillas de Su amor, creando la floresta
diversificada con
miles de distintos matices.
De verdes que se suceden y se mezclan.
De hojas, flores, diversidades, donde las
mariposas ensayan bailes de
intraducible colorido.
Y, pintor inigualable, sigue hasta hoy alternando
los colores en el arco
iris.
Uno aquí, otro más allá,
yendo de un
lado a otro del enorme barranco por donde deslizan constantemente las
aguas en
el lecho del río.
Padre Excelso, idealizó
además una lección de fraternidad para los pueblos.
La mayoría de las cascadas
está en el territorio
argentino, pero efectivamente es del lado brasileño donde se
aprecian los paisajes
más hermosos.
Entonces, los pueblos se abrazan.
Brasileños van a Argentina para verlo
desde allá. Argentinos van a Brasil para asistir el
espectáculo de sus propias
cascadas.
¡Ah, la grandeza inigualable de Dios!
Redacción del Momento
Espírita.