El apóstol Pablo, cuando enseñaba
la inmortalidad del alma, se le reportó a la muerte, y le preguntó: ¿dónde
está, ¡oh muerte! tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?
Los que creen en la
transitoriedad de la vida física y en la perennidad de la vida espiritual,
encaran la muerte con serenidad.
Recientemente,
un compañero espírita pasó por el doloroso momento de la desencarnación de
su esposa.
Naturalmente
que su corazón quedó apenado. Era la separación física, después de
multiplicados años de un matrimonio de mucho amor.
Juntos,
ellos construyeron su hogar, recibiendo a los hijos, uno tras otro, siempre con
renovada ternura.
Juntos, observaron cómo sus
hijos, uno por uno, formó su propio hogar, coronándoles la existencia con
varios nietos.
Juntos,
lloraron los dolores de sus hijos, resolvieron las dificultades propias de la
vida terrena, y se alegraron con las pequeñas y grandes conquistas de su prole.
Juntos,
celebraron muchos cumpleaños y aniversarios, de los hijos, de los nietos, de su
boda, muchas navidades de luces y paz.
Juntos,
disfrutaron vacaciones, fueron a la playa y al campo, siempre lado a lado, año
tras año.
Ahora,
ella partió. Pero, apoyado en la fe y en la certeza de la inmortalidad, aunque
con lágrimas en los ojos, él tomó las medidas que eran necesarias.
El
cuerpo de su esposa fue llevado al hogar para recibir los homenajes de la
familia y de los amigos. Todo de manera sencilla. El ataúd y nada más.
Sin
embargo, a medida que los familiares y amigos iban llegando para los adioses,
algo inusitado les llamaba la atención en la amplia sala de visitas.
En
vez de detenerse ante el ataúd, que estampaba la muerte, sus miradas eran atraídas
hacia la pared de la sala donde estaban pegadas varias fotos de aquella que había
partido. Fotos de su juventud, fases de la maternidad, fotos de alegría y de
convivencia familiar.
En
medio de ellas, escritos y dibujos de niños. Todos los que ella había
guardado, con cariño, a lo largo de los años, hechos por sus nietos: los
primeros trazos, las primeras letras, los ensayos de grabados.
Una
verdadera alabanza a la vida que nunca perece, al espíritu que había partido,
después de la misión cumplida.
En
el momento de bajar el cuerpo a la sepultura, las nietas, en un coro espontáneo,
cantaron una dulce canción para su abuela. Y los hijos y nietos soltaron globos
de colores que rápidamente llenaron muchos matices el cielo, en un claro
mensaje de libertad.
Por
fin, aplausos al espíritu que, victorioso, abandonó la envoltura de la carne y
retornó al mundo espiritual.
Para
quienes participaron, fue un momento de pura emoción. Para quienes se
detuvieron a observar, una lección de vida en el enfrentamiento de la muerte.
Para
quienes creen, la seguridad de que la vida continúa y el ser amado se encuentra
de pie, aguardando los amores que se quedaron, hasta el fin de su propia
jornada.
***
Casi
siempre la desencarnación de alguien se considera un infortunio por aquellos
que permanecen en la tierra.
Ciertamente
es un asunto grave, pero no una desgracia real, excepto para quienes no creen en
la vida verdadera, que se extiende más allá de la aduana de la muerte,
entrando por las amplias e iluminadas puertas de la espiritualidad.
Si
se sabe enfrentar ese fenómeno natural, de él podrán retirarse valiosos
bienes que felicitan a la criatura.
Equipo
de Redacción del Momento Espírita
Versión
español: AD LITTERAM